sábado, 12 de enero de 2013

Principios del Siglo XX


La Ley de 23 de junio de 1909 estableció la escolarización obligatoria hasta los 12 años; gracias a ella, aumentó la cifra absoluta de alumnas de primaria tanto en las escuelas nacionales como en las privadas, lo que favoreció la caída progresiva de las tasas de analfabetismo femenino.

En 1910, una Real Orden del 8 de marzo abre las aulas universitarias a las mujeres al reconocer su derecho a matricularse libremente en todos los centros de enseñanza oficial.

La aplicación de estas leyes fue parcial y desigual, manteniéndose en la realidad vivida por las mujeres muchos claroscuros. El programa de estudios para la enseñanza primaria pública ampliaba las materias recogidas en la Ley Moyano; los estudios serían comunes para ambos sexos, sumándose las labores en el caso de las niñas. 

Por otra parte, en las esferas oficiales, muy influidas por la Institución Libre de Enseñanza, se asumió la coeducación en una Real Orden de 1911. Sin embargo, su aplicación estuvo muy limitada debido a la presión social en contra que en unos casos aducía razones morales y en otros de índole práctica. 
Tampoco favoreció la mejora de la enseñanza femenina la falta de recursos para materiales didácticos y la escasa retribución de las maestras que, muchas veces, debían buscar otras ocupaciones para completar ingresos. Además, el absentismo escolar era muy alto entre las niñas que pertenecían a las capas populares
y proletarias porque muy pronto debían trabajar en el campo, en la industria o en el servicio doméstico.

 En lo que concierne a la mayoría de las familias de clases medias, consideraban “más rentable” invertir en la formación de sus hijos varones, convencidas de que las chicas recibían de sus madres la mayor parte de los saberes que iban a necesitar en su vida adulta.

Progresivamente, las mujeres comenzaban a cursar estudios secundarios y superiores, siendo  una minoría, más numerosas en los estudios de magisterio y en los estudios profesionales que en el bachillerato. Aunque las alumnas de bachillerato crecieron de forma lenta pero imparable en el primer tercio del siglo, estos eran los estudios secundarios menos demandados porque tenían escasa aplicación práctica inmediata para las mujeres de la época. A esta razón se unía el recelo de algunas familias de clases medias poco proclives a
aceptar la coeducación y los Institutos Nacionales que emitían el título de bachiller eran de carácter mixto. Las primeras alumnas que acudieron a ellos eran hijas de profesionales liberales y su presencia en centros antes exclusivamente masculinos provocó algunos problemas prácticos que las autoridades académicas intentaron solventar manteniendo la distancia física entre alumnos y alumnas: entraban al aula acompañadas por el profesor y ocupaban los bancos más próximos a su mesa separadas del resto de los alumnos.

Por otro lado para atender la demanda de las muchachas que querían seguir sus estudios tras la educación primaria, en los años 20 se desarrollaron centros privados exclusivamente femeninos como el Liceo Femenino de Madrid que impartía simultáneamente estudios de Bachillerato y Magisterio.

Un Real Decreto de 1927 fue el primer paso para la separación de sexos en el bachillerato y en 1929 se crearon los dos primeros institutos femeninos, el Infanta Beatriz de Madrid y el Infanta Cristina en Barcelona.

Durante el primer tercio del siglo se diversificó la oferta de opciones instructivas de carácter profesional: aumentaron considerablemente las alumnas matriculadas en idiomas y comercio gracias, en buena medida, a la modificación de los estudios mercantiles que abordó el Real Decreto de 16 de abril de 1915 que creaba secciones elementales para la instrucción de la mujer en varias capitales de provincia.

El acceso de las mujeres a los estudios universitarios concitó una mayor oposición y, a pesar de las nuevas disposiciones legales, las pioneras que entran en las facultades tuvieron que franquear numerosas barreras: había pocas mujeres matriculadas en bachillerato y, por ende, pocas tenían el título de bachiller imprescindible para cursar estos estudios.
Otras barreras, menos tangibles, no eran más débiles: la oposición familiar, la actitud hostil de profesores y compañeros, las dificultades sociales para el ejercicio profesional de los conocimientos adquirido etc. Así, en el curso 1927-28 las alumnas matriculadas en la Universidad representaban el 4,2 % del alumnado universitario.




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